miércoles, 29 de noviembre de 2017

desde el tren


En el museo yo diría que no se ve así del todo, yo diría que allí era todo un poco más oscuro y el acá del bosque resultaba menos hospitalario, se notaba casi la humedad en zona de sombra, ahí abajo, a la izquierda, y los troncos tronchados se veían algo más lúgubres y por eso contrastaban aún más con la luz del paisaje al fondo, por eso el lago y los campos y los edificios resultaban aún más hospitalarios, como todos esos pueblos y ciudades que se ven a veces desde el tren, pongamos que de noche, esas casas a lo lejos con las luces encendidas en las ventanas y cada una de esas ventanas dando la sensación de ser un lugar muy habitable, uno quisiera bajarse ahí mismo y entrar en el paisaje, entrar en el pueblo ese a lo lejos, aunque probablemente resultase, claro, que una vez llegado allí el paisaje se hubiese alejado, pero aquí eso no pasaría porque esto es un cuadro y en un cuadro no se entra y en parte la gracia es esa, que no se entra y que, sin embargo, cuanto más se mira más sensación se tiene de estar dentro, de ir haciendo suya la paz de ese lugar de allí, en la luz, y en el cuadro las ventanitas iluminadas  serían todos esos personajes a lo lejos, no los viajeros del primer término, que son un poco como nosotros, que están de paso, o que todavía miran a la luz desde el borde, no, no como los viajeros que riman en azul y rojo, (aunque allí al fondo todavía hay dos figuras, quizás un pareja, sentadas en la hierba, que riman en azul y rojo, son de esas notas de color que uno vuelve a mirar una y otra vez), no, las figuras ventanitas de vida son todas esas a lo lejos, figuritas de a una, de a dos o en grupo, gente que camina, gente tumbada en la hierba, gente que se baña en el lago, que salen a la orilla como rimando, como un movimiento descompuesto por Muybridge, ved los brazos y las piernas de los dos allí a la derecha, es como si fuesen dos momentos de un mismo gesto, hay otros que se están secando, y todos se reflejan en el agua en calma, y también los caballos que meten en el agua las patas delanteras para beber, y luego están esos caballos que galopan, detenidos en el aire, diría que los jinetes montan a pelo, y quizás sean esos caballos detenidos en el aire los que más me recuerdan a esa sensación de ver la vida de un pueblo desde el tren, apenas un instante, y querer quedarse allí, en ese lugar apenas entrevisto, en ese lugar visto de manera tan fugaz como el instante imposible de detener en el que esos caballos están en el aire, y sin embargo ahí están, detenidos para siempre en el cuadro, la cartela dice que todo esto podría ser Esparta, y entonces los baños y el galope a pelo podrían ser ejercicios militares, pero ejercicios militares como vistos desde el tren, son alegría física sin nada de la idea de disciplina que asociamos al nombre de Esparta, y luego el camino sube y por allí hay palacios y más figuritas en las que rima el rojo, y casi nunca las figuritas están solitarias, van de a dos o en grupo, haciéndonos adivinar que allí hay conversaciones que nunca oiremos, voces, gritos, susurros, todo allí a lo lejos, y así la mirada puede ir subiendo, puede irse perdiendo hacia el azul, hacia una lejanía que ya solo es luz, y luego volver aquí delante, recordar que nuestro cuerpo está del lado de la oscuridad húmeda, del lado de los viajeros que miran hacia el paisaje sin haber entrado todavía en él o del lado de estos otros que quizás se alejan, y nosotros nos alejamos también y a nuestra espalda ahí siguen, detenidos en el aire, los caballos al galope.
(Paisaje con edificios, Nicolas Poussin)

lunes, 27 de noviembre de 2017

del movimiento


Había una mujer bordando y un chico dibujándola
Había también una chica que iba y venía y no se estaba quieta. 
La mujer que bordaba le preguntó al chico si no le importaba que ella, la que bordaba, se moviera tanto, y el chico le respondió que no, que no importaba, que ella podía hacer lo que quisiera y él seguiría dibujando. 
Y resultó que era cierto, no importaba que ella se moviese, el chico la dibujó, ahí la veis en su cuaderno de apuntes, y también dibujó a esa otra chica que iba y venía, que no se estaba quieta, la dibujó aún más que a la mujer que bordaba, quizás de tanto querer dibujar a la chica que no se estaba quieta él había aprendido el arte de fijar en unos trazos lo que nunca deja de moverse. 
Pero en realidad ese chico no importa mucho, está como en las afueras de la película, la que sí importa es la mujer que borda, e importa aún más la chica que no para, hay escenas que es que hay que verla moverse y moverse, nunca se está quieta, explora el espacio a su alrededor, explora el espacio que rodea a otra persona, hay que verla entrar en los despachos del hombre al que ama y mirar y tocar, hay que verla sentir que ese espacio es el que a diario lo rodea a él, que esos objetos son los que él toca, los que él mira, cuando ella entra en uno de esos lugares se siente lo que es una habitación, lo que lleva en sí de aquel que la habita, y a veces parece que para ella el camino más corto es un poco curvo, un poco rodeando al punto que de veras le interesa, y en realidad es una cosa muy normal, una cosa de toda la vida, los actores moviéndose y la cámara que los acompaña, que los deja alejarse, que de pronto se acerca, todo ese baile que no debe nunca detenerse del todo, que fascina porque no se detiene, los personajes alejándose y acercándose el uno al otro, o acercándose uno y alejándose el otro, y no importa cuanto se muevan, la cámara los acompañará, la cámara jugará sus distancias con ella, y en realidad no es que no importe que se muevan, es que hace falta que se muevan, es que en realidad toda la gracia del dibujo está en que ellos se muevan, en que no paren de moverse, porque sin ese movimiento, claro, no habría película, no habría dibujo, y ahora que lo pienso todo esto se parece un poco también a los boxeadores en el ring, acercándose y alejándose, y de pronto el golpe, de pronto el primer plano, de pronto la palabra justa, y vuelta a alejarse, y vuelta a acercarse, sí, la chica que no para de moverse y la mujer que borda y el hombre que hay entre ellas no paran de moverse como boxeadores en el ring, ahora cerca, ahora lejos, y la película, como quien no quiere la cosa, los dibuja en movimiento, y quizás lo que la película nos deja al cabo sea el dibujo del movimiento mismo.
(Elegía del norte, Heinosuke Gosho)

domingo, 26 de noviembre de 2017

el pecado original



Suena un teléfono y la cámara avanza, hacia la ventana, hacia una mujer que no responde, que lo oye pero no responde, o que quizás ya no lo oye, está en otra parte, en algún lugar donde un teléfono que suena ya no importa, donde un teléfono que suena llega tarde. 
La cámara avanza y la encuadra un poco desde arriba, quizás para que se vea, además, el medallón que lleva al cuello, ese medallón es importante, o quizás sea otra cosa, no sé, en esta película la cámara avanza a menudo, avanza hacia los personajes, no deja de avanzar hacia ellos, una y otra vez, sin poder alcanzarlos nunca, no del todo, a cada rato hay que volver a empezar, hay que volver a avanzar, es un poco como llamar por teléfono a alguien que quizás no está, que quizás no quiere estar, y una y otra vez llamas y no sirve y aunque responda al teléfono no servirá, vuelta a empezar, volver a llamar, volver a avanzar, siempre se escapan, siempre nos escapamos. 
Y quizás haya algo más en ese mirar los rostros un poco desde arriba, un poco en biés, hay algo como de tridimensionalidad, sí, 3D, siempre una perspectiva, un punto de fuga que hace sentir de manera física, creo, la interioridad del personaje, algo que se nos escapa de él, algo que también se le escapa a él, un punto allí a lo lejos donde todo se entendería, un punto siempre en fuga, y también es cierto que cuando esos rostros se mueven, vistos así un poco de desde arriba, se siente el espacio en el que están, no son una imagen, son otra cosa, algo que se mueve, algo que ocupa lugar, algo que lucha con el lugar que ocupa. 
El teléfono suena en casa de una mujer que no responde, que quizás ya no lo oye, y luego vemos en un bar a la mujer que llama, que insiste sin poder saber si es que no hay nadie o si es que nadie quiere responder, y en esta película pasa eso a menudo, hay alguien al teléfono y no hay respuesta, y a veces es porque no hay nadie al otro lado de la línea y a veces es porque la persona al otro lado no quiere hablar, y esa es una de esas situaciones que el cine cuenta tan bien, que parece que lo inventaron para contar eso, esos dos espacios lejanos, esa incertidumbre, ese saber más de lo que saben los personajes, ese ver más de lo que ven los personajes, ver lo que en la vida tampoco vemos pero imaginamos, para bien o para mal. 
De la boca del camarero sale humo de pipa y el ambiente del bar es también un poco humoso, toda la película es así,  hay niebla y hay chimeneas a lo lejos, y también hay fuegos en las laderas del valle y en el interior de las estufas, y ahora, aquí, en el bar, parece como si todo ese humo de la película flotase difuso en el aire, y afuera suena una sirena, la sirena de las noches de niebla, porque esto es el norte de Japón y es una noche fría, la sirena suena a menudo en la película y ese sonido abre también la noche, le da profundidad, allí a lo lejos, en algún lugar que nunca vemos, suena una sirena para que nadie se pierda, pobres remedios contra la oscuridad.
Suena la sirena y hace frío y sin embargo vemos a la mujer que no respondía al teléfono caminando entre los árboles sin abrigo, y eso no es propio de ella, es más bien propio de la otra chica, la que llamaba, sí, esa chica que siempre viste pantalones y jerséis de chico y que cada dos por tres está saliendo a la calle sin abrigo, porque es así, porque actúa por impulsos, decide algo de pronto y tiene que echar a correr sin pararse a coger el abrigo, y también es eso inventar un personaje, verlo así, pasando frío, intentando con la mano cerrar un poco el cuello de su jersey y aún así coger frío y ponerse mala, pero la mujer que no respondía al teléfono no es así, vedla, no oía el teléfono y no siente el frío, algo tendrá, algo que no sabemos, algo que nunca sabremos del todo. 
Y en medio de todo eso está la Mona Lisa, una copia de copia, no importa, la Mona Lisa y la sirena sonando sobre ella, haciendo sentir todo el frío espacio de la noche, y ¿qué es la Mona Lisa, aunque sea una copia de una copia, sino un cuadro que no se entiende y que sin embargo no se puede dejar de mirar, qué es sino un cuadro que no se puede dejar de interrogar y vuelta a preguntar y vuelta a empezar, siempre escapándose, y que es la película sino un preguntar y preguntar y vuelta a empezar, qué son las películas sino un cuento de nunca acabar? 
(Elegía del norte, Heinosuke Gosho)

martes, 21 de noviembre de 2017

imágenes paganas




Qué cosa las imágenes paganas, reales o inventadas.  ¿Veis? ¿Veis esas manos cruzadas como las alas de un pájaro en el aire? Y las flores, las calaveras de animales grises como la piedra, el cuchillo de mango blanco, la capa roja y blanca, las mujeres también de blanco, el fondo de imposible luz morada... Todo eso es, quizás ya lo hayáis adivinado, una boda, sí, y además es una boda vikinga, y no hay anillos en esta boda, no, lo que hay es ese cuchillo de mango blanco, que en breve estará empapado de sangre roja, la sangre de algún buey, eso no lo vemos, tan solo lo oímos, un mugido y el cuchillo reaparece cubierto de sangre, y luego el cuchillo entre la mano de ella y la mano de él, el metal y la sangre en lugar de los anillos, ya está, ya están casados, qué ritual, no sé si será real o inventado, si alguna vez alguien se casó así en algún lugar que no fuera una película italiana de vikingos de los sesenta, ese mundo extraño, ese mundo paralelo, ese mundo de cartón piedra, ese mundo de imágenes y de rituales. Quizás sea así en todas las películas paganas, las películas del paganismo lejano en el tiempo y las películas del paganismo lejano en el espacio, el mundo de las aventuras es un mundo lleno de rituales, aquí hay coronaciones, ejecuciones precedidas por un baile, siempre es ocasión para algún baile con espadas, y también una votación a base de hachas, qué votación, de veras, miradlo. Imaginar una sociedad parece que siempre es imaginarle sus rituales y sus dioses, ocasiones para bailes, desfiles y colores, para estatuas y templos, todo un mundo paralelo, que quiere ser al mismo tiempo extraño y reconocible en su extrañeza, rituales en los que casi siempre está en juego, mientras se baila y se desfila, la vida y la muerte, bodas de sangre, claro, este es un mundo de sangre, y también es un mundo de flechas, casi todo, para bien y para mal, se soluciona a flechazos, se soluciona arrojando objetos punzantes, objetos cortantes. Y puede ser, claro, que todo en esta boda vikinga sea inventado, quizás sus formas y sus gestos sean de cartón piedra, pero hay algo en el rojo sobre blanco, en el blanco sobre rojo, en la simple combinación de esos dos colores, en esas manos cruzadas que parecen alas, hay algo que suena a enigma, que suena a posible, y quizás esas manos cruzadas sean una improvisación del momento, quizás su origen sea la belleza plástica y no el sentido, pero quizás sea por ahí, por la belleza del gesto, por lo que este mundo de cartón piedra puede hacernos creer que hay algo más detrás, que hay todo un mundo, que esas rocas falsas son rocas de veras, que esas sociedades apenas esbozadas son sociedades de veras, como si el acierto en el adorno fuese la pista para hacernos imaginar todo lo demás, para hacernos arqueólogos aficionados de un mundo que nunca existió, de un pasado inventado de golpe en un estudio italiano a principios de los sesenta.
(Gli invasori, Mario Bava)