domingo, 26 de marzo de 2017

de baile con la Historia

La película cuenta la vida de Kleist y esta no es la secuencia más bella pero no importa, pasan tantas cosas, la oscuridad y la luz, qué luz, ay, qué luz, la música de Mozart y el ritmo enervante del ejercicio militar, la cámara que va y viene, que parece que lo quiere ver todo, el clarinete y el violín, el adentro y el afuera, la historia de Kleist, lo que hay en su cabeza y el mundo que le rodea, pero en realidad yo no quería hablar de nada de esto, lo que de veras me llegó fue ese momento en el que el amigo/amado de Kleist dice que Kleist ha renunciado a ejército y este dice sí... sí, sí, sí... y hay algo en el sí, sí sí, en su ritmo, que podría ser como si Kleist se diese cuenta en ese momento de lo que ha hecho al renunciar, con esa sonrisa que nace en sus labios, una de esas sonrisas que se tienen a veces cuando uno está perdido en sus pensamientos, pero también puede ser que se deje llevar por la música, por el ritmo del sí, sí, sí, o ja, ja, ja, y hay algo así en toda la película, como si hubiese una partitura, un algo que no cambiará, una historia ya muchas veces contada, la vida y muerte de Kleist, y como si la película le diese vida a esa historia bailando dentro de ella, dando un paso a un lado y un paso a otro, un paso hacia adentro, un paso hacia afuera, al mismo tiempo el clarinete y el ejercicio militar, o como si descubriese la posibilidad musical que hay en cada uno de los momentos a contar, como si hasta un simple pudiese transformarse en canción y como si solo aquello que se canta, aquello que se vuelve música, melódica o disonante, estuviese vivo.
Y luego viene, ya que estamos, la reflexión sobre la obediencia militar, concluida por una campana que suena sobre la música, haciendo que la mayor parte de los músicos, que resultan ser más militares que músicos, se levanten y se vayan a cumplir con sus obligaciones, mientras Kleist sigue sentado y tocando el clarinete y lo lindo, o lo vivo, de ese momento, es ese violinista (¿o será eso una viola?, yo es que no sé de esto) que se va a levantar y se vuelve a sentar, como si hubiese en él una duda entre dos ritmos, entre dos obediencias, la militar o la musical, ese detalle apenas es un instante, ni siquiera sabemos quién es él, ni siquiera le volveremos a ver, no sabemos si es la música la que le hace volver a sentarse o quizás ese algo, esa fuerza distraída, que viene de Kleist, apenas vemos eso y ya pasamos a otra cosa, la mano del amigo de Kleist que acaricia su rostro y su nombre apenas susurrado, Heinrich, y ya pasamos a otra cosa, siempre estamos ya pasando a otra cosa, a lo que hay al lado, a lo hay dentro, a lo que hubo antes, a lo que habrá después.
(Heinrich, Helma Sanders-Brahms)

de morros con la Historia


Le vemos galopando por el desierto y todavía no sabemos quién es, se cruza con cuatro cadáveres y no sabemos en qué piensa, si va con él, si no va con él, si le da miedo, si le da igual, llega a un pueblo de casas encaladas, un pueblo que parece desierto, habitado solo por un perrillo delgado y lloriqueante, se baja del caballo y entonces, en apenas un plano, sabemos quién es y en qué piensa el llamado Cuchillo, hay el marco de una puerta trasera y a través del marco se ve una mesa con un par de platos llenos de comida, Cuchillo va y viene delante de la puerta, va y viene entrando y saliendo de plano, como mirando si de veras no hay nadie, si de veras se puede deslizar sin consecuencia por esa puerta trasera, vamos entendiendo quién es, por esa gracia inexplicable del plano que se queda fijo mientras él entra y sale y mira para aquí y para allá, quizás también porque silba, como se supone que silban los ladrones que disimulan, como quizás nunca hayan silbado los ladrones que disimulan, qué manera de disimular es esa, parece que estés pidiendo que te pillen, sí, entendemos que Cuchillo es un ladrón y además es un ladrón un poco de risa, es más Cantinflas que Jesse James, es un ladrón de tortillas y frijoles, no de bancos, así que Cuchillo entra en la casa sin preguntarse demasiado qué es lo que pinta esa comida recién hecha en un pueblo deshabitado, quizás acostumbrado a que pasen esas cosas, y en vez de salir por la puerta trasera va y sale por la puerta delantera, canturreando todavía, y, según va a morder la tortilla que se ha agenciado, se topa con un hombre que se santigua y Cuchillo no llega a morder la tortilla, porque en ese momento el ladrón falsamente precavido por fin levanta la vista y se da cuenta de que está en pleno pelotón de fusilamiento, y nosotros con él, por la gracia del zoom, sí, Cuchillo, que iba a su bola, se da de morros con la Historia en curso y no le queda otra que echar a correr, dejando caer su tortilla, con los fusiles del pelotón que ahora le apuntan a él y no a los cuatro hombres que iban a ser fusilados, los disparos de la Historia van tras el tipo que solo quería comerse una tortilla, y no le alcanzan, él galopa y galopa y no le alcanzan, y cuando la película termine él seguirá galopando con los disparos de la Historia tras él, pero ya no será lo mismo, la película será, entre otras cosas, el tiempo que él tarde en elegir estar así, galopando con los disparos tras él, y a mí me recuerda un poco a aquella escena de Tiempos modernos en la que Charlot agarraba una bandera roja que caía de un camión y sin saberlo ni quererlo se encontraba encabezando una manifestación, como si Cuchillo también agarrase una bandera roja en el suelo y se encontrase sin comerlo ni beberlo (cuando lo que él quería era comer y beber) al frente de la revolución mejicana y andando la película acabase por coger una segunda vez la bandera, pero ahora ya sí queriéndolo y sabiéndolo.
(Corri uomo corri, Sergio Sollima)

piedra papel o tijera



Al poco de empezar la película Kleist está en su cama, vestido de blanco sobre sábanas blancas escribiendo sobre hojas blancas, escribiendo y tachando y arrojando al suelo las hojas tachadas y engurruñadas que un criado recoge y echa al fuego de la estufa, pero no son esbozos de poemas ni de escenas eso que quema, no, eso que intenta poner Kleist en negro sobre blanco y que tanto le cuesta es una petición de dinero dirigida a un alto consejero, le vemos trazar una y otra vez frases con una caligrafía bella e ininteligible, con una pluma de esas de cuando las plumas lo eran de aves, toda blanca salvo la punta negra de ser mojada en la tinta, le vemos escribir y tachar y arrugar y arrojar al suelo y volver escribir y volver a tachar y volver a arrojar, hasta que aparece una carta terminada, fechada el 19 de septiembre de 1811, que ya no está en manos de Kleist, sino del consejero, o algún otro funcionario, pero no sabemos inmediatamente que son las manos de un funcionario, sino que lo vamos sabiendo según escribe en el costado y al pie de la carta un apunte de lo más práctico, petición a ser archivada porque la persona von Kleist, 21 del 11 de 1811, ya no vive, y según termina su nota por fin le vemos la cara al alto funcionario y vemos su despacho y al subalterno al que le pasa la carpeta para ser archivada, el subalterno se aleja inclinándose una y otra vez, atraviesa un largo y majestuoso pasillo, le pasa la carpeta a un subalterno del subalterno, que abre una puerta de esas pequeñas y medio disimuladas en la arquitectura, blanco sobre blanco, sube unas escaleras y le pasa a otro subalterno su carpeta que a su vez sube apenas unos cuantos escalones y le pasa a otro el relevo, diciendo siempre, en el momento del paso de testigo, a archivar, y ese otro, o quizás otro más, baja a su vez una escalerillas y trotando aceleradamente, como si hubiese urgencia, le entrega la carpeta al que debe de ser el archivista, que lentamente busca, K, K, K, Kl, Kleist, dónde poner la carpeta de Kleist, y a continuación saca un pañuelo y de ese pañuelo se saca un trozo de pan que debe de ser su tentempié, y ya el plano siguiente son los cadáveres del Henriette Vogel y Kleist bajo los árboles, pero para llegar hasta ellos hemos tenido que tomar el frío desvío de los papeles arrojados al suelo, de las cartas pidiendo dinero, de los relevos funcionariales, de las carpetas archivadas para el olvido y esa manera de contar tan indirecta es sorprendente y al mismo tiempo podría ser un lugar común, la muerte del poeta y el tentempié del funcionario, lo mortal y lo indiferente, de no ser por la riqueza del detalle dentro del detalle, de no ser por ejemplo por esos papelillos blancos sobre negro que en el archivo sirven para mantener un orden alfabético, de no ser por ese caos organizado de manchas blancas sobre fondo negro.
(Heinrich, Helma Sanders-Brahms)