domingo, 26 de octubre de 2014

cruzar el río

...había un río, a cada lado del río había un rebaño, uno era de ovejas blancas, otro era de ovejas negras, cuando una de las ovejas blancas enfermaba, una oveja negra cruzaba el río y se volvía blanca y se unía al rebaño, cuando una de las ovejas negras enfermaba, una oveja blanca cruzaba el río y se volvía negra y se unía al rebaño, esta historia la oímos el otro día en Tras-os-Montes, en la región, en la película, y ahora no recuerdo qué planos acompañaban a la voz, el próximo día volveré y me fijaré, y si no lo recuerdo creo que es porque al oír la voz vi el río y vi los dos rebaños y una oveja entrando en el agua blanca y saliendo negra, a veces pasa que de las películas recordamos imágenes que no hemos visto, que hemos oído, o también imágenes que hemos soñado en un instante, entre dos fotogramas, podría ser que eso sucediese con Tras-os-Montes, que es como el fonógrafo que encuentran los niños, ese fonógrafo que, dicen ellos, por dentro es como un sueño, y que se cierra con resorte, también esta película es como un sueño por dentro, un sueño que se cierra con un resorte al terminar y volver la luz y volver el aquí de Madrid, el aquí y el ahora del lugar donde se vea, pero que se recuerda y se puede contar y rememorar así, como un sueño, tan imprevisible como un sueño, donde todo es lo que es pero también puede en cualquier instante ser mil cosas más, convertirse en mil cosas más, a cada rato hay como ovejas negras transformándose en blancas, ovejas blancas transformándose en negras, como esos niños que se visten del tiempo de los romances y corren por el monte y se encuentran a la hadas que juegan al ajedrez y que les advierten, quedaos aquí con nosotras, a vivir en la cueva, porque cuando volváis a vuestro pueblo no os van a reconocer, y los niños dicen que no, que vuelven a su pueblo, pero cuando llegan allí sus casas ya no existen, y ahora los niños son, les dicen dos ancianos, de hace siete generaciones, su viaje no ha durado una tarde sino siglos y ahora son sus propios antepasados, qué miedo, qué inquietud, y en el fondo para todo esto ha bastado que se vistiesen de otro tiempo y corriesen por el monte, así se han vuelto de ovejas negras en ovejas blancas, o de ovejas blancas en ovejas negras, sí, ha bastado cruzar el río o cruzar el monte, como si el río o el monte fuesen el tiempo, o el afuera del tiempo, de antes del tiempo, y uno entra en el río o cruza el monte y no puede saber por dónde va a salir, en qué tiempo va a salir, y toda la película tiene algo de magia sencilla, confundir los tiempos, como esa panorámica por los rostros de varias generaciones, que también por las ropas sabemos que son varias generaciones, porque unos son de otro tiempo y otros son mineros y otros quizás emigrantes y, mientras, oímos una voz decirnos un texto que un checo soñó en alemán para una apartada provincia china y que de pronto aquí encuentra también su lugar, su sentido, el texto ha cruzado el río y sigue siendo el mismo y es otro, magia de hacernos entrar en otra forma del tiempo, de hacernos habitarlo, sentirlo a ratos como un frío de la mañana, a ratos como el calor del fuego del hogar, de hacernos cruzar a nosotros también el río y descubrirnos otro pelaje y otro rebaño, la película es como un sueño, sí, la película es como un río...

ciento ochenta grados



Y no es sólo eso pero también es eso, una película de una sola noche, hay más, películas con fiestas y películas sin fiestas, películas de una noche que es todas las noches y películas de una noche que es la noche única entre las noches, pero todas así un poco errantes, un poco del grupo y de la soledad, la soledad en medio del grupo y la soledad dentro de la soledad, como la chica embarazada en la sala de cine o frente a los escaparates, o la soledad en el juego y el alcohol y los bares y las ganas de pelea, como el chico, y todos esos ojos medio vidriosos que no se acaba de saber si brillan o si pasa por ellos una bruma, si algo brilla detrás de la bruma, si te miran desde muy cerca o desde muy lejos, y todos esos gestos y pasos tan imprecisos, como si de pronto hubiese cambiado la resistencia del aire, como si la tierra se hubiese salido de su eje y aunque imperceptible hubiese cambiado la ley de la gravedad y no fuese del todo la que hace un rato era, y esa manera de juntarse y alejarse y volver a juntarse y a veces perderse para siempre, puede ser que nunca volvamos a vernos, que nunca volvamos a ver a esa chica que una noche de finales de los cincuenta en Los Ángeles es abandonada o se refugia en una gasolinera, las leyes que nos juntan y nos separan no son las del día, son como de otro planeta, es otra la ley de la gravedad y otra la trayectoria de los cuerpos, y es extraño cuando amanece y vuelven a casa, juntos caminando por la calle con restos en sus pasos de otro mundo, sin haber todavía recuperado las leyes físicas del día, sin querer recuperarlas, el día viene para algunos como la calma, el día es el tiempo en el que se puede imaginar un futuro, otra vida, para otros el día es el tiempo que pasar hasta que la tierra vuelva a girar ciento ochenta grados y vuelva la oscuridad, otra noche en la que intentar olvidar el peso de este planeta que en el fondo no es el suyo, no es aquel para el que nacieron, porque sí, su eje se torció, ya no gira como giraba, en apenas una generación la gravedad cambió sus leyes, y no queda más que noche tras noche intentar alcanzar la gravedad cero.

jueves, 23 de octubre de 2014

Lejos de las leyes (Tras-os-Montes por Serge Daney)


Como este viernes 24 de octubre y el próximo miércoles 29 ponen en la Filmoteca de Madrid Tras-os-Montes, de Antonio Reis y Margarita Cordeiro, y como eso nos parece importante, o al menos a mí me parece importante, y poco frecuente, y algo de lo que alegrarse, y por otra parte hace años que la vi y no sabría muy bien qué decir de ella, salvo la felicidad fascinada o la fascinación feliz, o algo así, que recuerdo haber sentido mientras la veía, sirva como invitación el texto que en su día escribió Serge Daney: 

Hacia el final de la película un hombre le enseña a su hijo, un niño pequeño, los rudimentos de la pesca. La barca se desliza sobre las aguas en calma, la cámara encuadra la ribera, que es rocosa, imponente, también en calma. Entonces, una voz (la del niño) se hace oír. Dice: “Alemanha...” Voz en off- pero no afirma, no interroga, aventura más bien, sueña en voz alta. Luego, con el mismo tono: “Espanha...”. Lo que la imagen indica, en efecto, es España, cercana tras la pantalla de las montañas. Pero la voz que dice “Espanha” no habla más fuerte que la otra, no la corrige. Y es que también Alemania está ahí, en la enunciación del niño. Más adelante en la película se cumplirá la rima: lectura de una carta que envía un padre desde Alemania, precisamente, a donde ha emigrado. No es pues o lo uno o lo otro, es a la vez los dos países, reducidos cada uno a una palabra. Está España, que es el off de la imagen, el más allá de la mirada y está Alemania, que es el off del sonido, el más acá de la voz. Una zona de sueño y de angustia las separa y las une, es lo que se llama un “plano”. El alejamiento es el asunto de la película que Antonio Reis y Margarida Cordeiro han fabricado en la provincia de Trás-os-Montes (de la que la película toma su título) en 1976. En el doble sentido de estar lejos (exilio) y del acto mismo de alejar (perdida de vista, y luego olvido). El alejamiento, nos dicen poco a poco Reis y Cordeiro, es la historia de este Nordeste de Portugal. Es la dominación distante, incomprensible e incomprensiva, de la Capital (Lisboa) sobre Trás-os-Montes. Hasta tal punto que las Leyes, dictadas en la Capital, no llegan hasta los campesinos y estos se preguntan: ¿de veras existen? Escena clave de la película en la que Reis traduce en dialecto un extracto de La muralla china de Kafka, escena clave en cuanto hemos visto el problema plantearse trágicamente, en la realidad, en 1976. Alejamiento que des-culturiza la provincia, que la corta de su pasado celta y pagano, folclorizando migajas de cultura popular bajo forma de postales. Alejamiento de los campesinos de los campos cultivados y de los pastos, primero hacia las minas de la región (escena magnífica con Armando, el niño, en el torno abandonado, chorreante de lluvia), luego hacia América (el padre, nunca visto, de pronto regresado de Argentina y enseguida vuelto a marchar), finalmente hacia la Europa de las fábricas y de las cadenas de montaje, França, Alemanha.

El alejamiento (o su opuesto: el acercamiento) que interesa a los autores de Tras-os-Montes se produce en el hic et nunc del presente. No es el desempolvar desolado de lo enterrado, el lamento del tiempo que pasa o la exhibición de tesoros que no son para nadie (sino para un público necrófilo, a la “Conocimiento del mundo”), es una operación más exigente: volver atento a lo que en el plano (zona, quiero recordarlo, de sueño y de angustia) reenvía a otro lugar y construir así, poco a poco, lo que se podría llamar “el estado fílmico de una provincia”. Y, para hacer esto, Reis y Cordeiro no parten en ningún caso del hecho de la existencia oficial de Trás-os-montes (la de los mapas geográficos o la de la burocracia de Lisboa) sino de lo contrario: del surco, del desgarro de cada “plano”, como ese río antes citado que abre su lecho entre España y Alemania y que fluye, pues, en Portugal.

El alejamiento no es solo un tema (sobre el cual se puede charlar, demostrar un saber, chapucear críticas), es también la materia de la película Trás-os-montes. La sorda enunciación de cada plano profiere una misma pregunta: ¿hay grados en el off? ¿Se puede estar más (Alemanha) o menos (Spanha) off? Dicho de otra manera: ¿cual es el status -la cualidad de su ser- de lo que sale de campo (de lo que expresa o de lo que expulsa)?

Se adivina que la respuesta que daremos (de ella depende todo un goce del cine) es esta: en el off no hay grados. En el cine cuando estás lejos, aunque estés a la puerta de al lado, estás perdido para siempre. Así podría resumirse, en una fórmula típicamente obsesiva, lo que es la dialéctica del in y del off en el cine moderno. Y habría que añadir, para que la indeterminación sea total: y si vuelves, ¿qué me prueba que sigas siendo tú?

El “vestido sin costuras de la realidad” con el que soñaba Bazin siempre queda cizallado por el encuadre, por el montaje, por todo lo que elige. Pero incluso remendada (reacomodada) gracias a contracampo que la vuelve a coser, está habitada por un horror fundamental, un malestar: lo que el plano A exhibía y que el plano B ha escamoteado podría muy bien volver en el plano C, pero travestido, sin pruebas de que no se haya convertido en otra cosa. Todo lo que pasa por los limbos del off es susceptible de volver siendo otro. Por muy narrativos y representativos que fuesen, gente como Lang o Tourneur (seguidos hoy en día por Jacquot o Biette) no filmaban más que la posibilidad de ese otro, de esa duda surgida en el seno de lo mismo, generadora de horror o de comicidad (véase Buñuel, para quien es su resorte principal). Parece que olvido la película de Reis, pero no es así. Sirva como prueba la asombrosa escena final de la película, en la que un tren agujerea la noche, seguido a la fuerza, podría decirse, por la cámara, que no acaba de distinguirlo bien de la oscuridad y que no para de redescubrirlo (fort/da), ya sea bajo forma de humo (para el ojo), ya sea bajo forma de silbido (para el oído).

Para él, no hay más grados en el alejamiento temporal de los que hay en el alejamiento espacial. No hay más memoria reciente que memoria larga. Todo lo que no está aquí está, a priori, perdido por igual y, por lo tanto, y este es el punto importante, todo debe por igual ser producido. Ruptura con una concepción lineal, gradualista, de la pérdida (de vista o de memoria) en beneficio de una concepción dinámica, heterogénea, material. Porque producción quiere decir dos cosas: se produce una mercancía (con trabajo) pero también se produce (presenta) el cuerpo del delito (cuando hace falta). Cine=exhibición+trabajo. Por ello Reis y Cordeiro, a pesar de su erudición, se comportan siempre como si acabaran de aprender ellos mismos lo que van a comunicar a un espectador igualmente ignorante. Hay que tomar en serio a Reis cuando habla en la entrevista de “tabula rasa”. Y no está claro si esa actitud no será finalmente preferible a aquella que consiste en trabajar a partir del saber o del supuesto-saber del espectador, cuando no a través de una doxa común (generadora, como toda doxa, de pereza satisfecha, especialmente devastadora en las ficciones de izquierdas). Yo pensaría más bien que lo mejor es, se esté del lado de la cámara que se esté, poner en práctica el adagio de Mizoguchi: lavarse los ojos entre cada plano.

Cahiers du Cinéma, n.º 276, págs. 42-44, Mayo de 1977.

jueves, 16 de octubre de 2014

el truco más lento



No vi nada raro en su conducta, no, tan solo le admiraba por su habilidad para aparecer y desaparecer, eso dice Cegeste, el joven poeta ahora ayudante de la muerte, de Heurtebise, el estudiante pobre suicidado con gas ahora chófer de la muerte, y sí, aunque Cegeste parece casi tonto, o quizás por eso, de su boca acostumbra a salir la verdad, la verdad de joven poeta tonto, y sí, Heurtebise es un artista de la aparición y quizás el más bello truco de esta película toda ella trucos, toda ella alegría del truco a la vista, sea el más invisible de todos, aquel que no se ve como truco porque tarda toda la película en suceder, la lenta aparición de Heurtebise, algo así como una lenta llegada desde el fondo del plano, como si andase sin mover las piernas y de pronto le tuviésemos ahí, junto a nosotros, muy cerca, notando su aliento vivo de chófer de la muerte, de eterno estudiante suicidado y enamorado, la primera vez que aparece apenas le vemos, no nos fijamos en él, no es más que el chófer y esta es la película del poeta, esta es la película de Orfeo, pero cuando todo termina, cuando Orfeo con su sonrisa de caníbal ya vuelve a abrazar a su Eurídice viva, nos quedan la muerte enamorada y su chófer enamorado, y la película ya no se titula Orfeo, no para nosotros, no, para nosotros la película se titula Heurtebise, y qué emocionante es ver así a quién no parecía nada, apenas figurante, convertirse en todo, convertirse en personaje con su historia y sus temores y sus dudas, y sus valentías y sus habilidades, sí, su habilidad para aparecer y desaparecer y su valentía para aparecer y desaparecer aunque eso le cueste el definitivo castigo que hay más adentro de la muerte.

domingo, 12 de octubre de 2014

verdades color chicle de fresa


Una verdad color chicle de menta color chicle de fresa, sí, como encontrarse de pronto un saber amargo y real en medio del que parecía el más artificial y lindo de los dulces químicos, estas gentes de los palacios de plástico han soñado mucho, se han soñado de más, se han soñado princesas de cuento, se han cantado amores eternos y ahora vemos que las madrinas no son hadas ni tienen varita mágica ni pueden nada por la felicidad de los ahijados, y que los amores se acaban y hacen la tristeza propia y la felicidad de los otros, y eso no quita que las paredes y los trajes sigan siendo chicle de menta chicle de fresa, y eso no quita que los violines no se callen y la vida aún sea cantada, pero esta es en realidad la menos dulce las películas, qué amargas las tiendas y los expositores y los botes, qué amargos el peinado de una joven madre rica y su abrigo de pieles y los árboles de navidad, qué amarga la razón de los violines que aún así no paran, no, de sonar.
(Los paraguas de Cherburgo, Jacques Demy)