lunes, 24 de octubre de 2011

Presente de la fuga (irrecuperable Becker)



A veces París. Hay días, hay semanas. Ahora, por ejemplo.

Hace frío y a menudo llueve, pero en el Reflet ponen las películas de Jacques Becker. En proyección digital y precedidas por el horrible y eterno anuncio de la Maif. Pero las ponen. Con eso basta.

Afuera hace frío y a menudo llueve. En la calle abundan gritos y reproches, desprecio y dolor.

Afuera abunda la vida como agujero y angustia. También como alegría y como felicidad, imagino. Difícil adivinar qué dicen todas esas sonrisas. O difícil saber qué es la alegría.

Dentro, en la sala del Reflet, abundan también la felicidad y el dolor. Abunda la vida en sus detalles y en su movimiento, en sus relaciones sin cesar modificándose o confirmándose. En gestos, palabras, miradas… En acciones.

Abunda la vida vista de cerca. Cada hombre, cada mujer, vistos de cerca, son un individuo, un ser humano viviendo en el tiempo. El tiempo que todo lo da: felicidad y alegría, pero también dolor y angustia, amistad y traición.

Abunda la vida vista de cerca y por ello concreta, pero también definitiva. A cada instante la vida se vive. Ya sea drama o comedia, se vive, se tiene que vivir. No hay más. Ya lo decía Skorecki: el agujero, todo es cosa del agujero, salir, entrar… Viviente sucesión de muriente. O de viviente. Qué más da.

Salir de un agujero. Estos días hemos visto Touchez pas au grisbi, Rue de l’Estrapade, Les rendez-vous de Juillet y Le trou. En todas ellas se busca una salida. En todas ellas se busca otra vida, la de verdad. Puede ser unos lingotes de oro, el amor, la independencia, África o, simplemente, la libertad, poder coger un taxi… La otra vida. La que tiene que llegar.

Leo que Becker se parecía a sus películas. Y sin embargo me cuesta imaginar al hombre viéndolas. Porque en ellas no hay firma. No hay proyección. Hay mirada. De Becker veo que es una mirada atenta, que es humano, una mirada humana, que no desfallece.

El cineasta, aquí, no es el que ve, el que tiene visiones, sino el que mira. El que atentamente mira lo real. Lo real que es lo que pone delante de su cámara. Unos actores, un argumento. Acciones. Lo real mirado con amor, o con amistad. Un amistad dolorosa con lo real. Lo real, la realidad, es lo que nos falla, el amigo que con su irreflexiva tontería nos impide salir del agujero, alcanzar nuestros sueños. La realidad es como Riton en Touchez pas au grisbi. ¿Qué habríamos podido hacer sin la realidad? Todo. ¿Adónde habríamos llegado sin ella? Lejos, muy lejos. Pero ese lejos y ese todo no valen la amistad con lo real.

Más seco que su amigo Renoir. Mucho más seco. Pocas películas más secas y directas, menos decorativas que Le trou. Una película absoluta. Sus paredes bien valen las de Dreyer. Son otras, pero entre ellas siempre aparece lo humano despojado. Con o sin celda, conciencia de las paredes, de los muros, siempre estan ahi…

Y en algún lugar debería de encontrarse ese agujero que nos permita salir. No, el agujero no se encuentra, se trabaja, golpe a golpe, gesto a gesto. Saber hacer de la fuga, saber hacer del cineasta. La lección es dura. Un ejemplo más que una lección.

Cada golpe cuenta cuando se trata de hacer un agujero, cada gesto, cada detalle cuentan cuando se trata de hacer una película. Dicen de Becker que era humilde y perfeccionista. Quizás porque sabía lo que estaba en juego. Un paso en falso y se acabó la fuga. Y de todas maneras se acabará. No hay fuga posible. O no hay más fuga posible que la que se da a cada instante en los gestos de la fuga, en su trabajo. Aquel que ha renunciado a huir sin por ello traicionar dirá “yo también he hecho mi parte del trabajo”. Él también ha huido, al fin y al cabo llegará tan lejos como los demás, a otra celda. Pero ha huido. Ha huido en el instante, en cada momento de la preparación de la fuga. La preparación era ya la fuga. No se puede huir hacia el futuro, pero se puede huir en el presente, en cada gesto, en la atención hacia sus gestos del preso artesano, del cineasta artesano. Ya lo decía Marguerite Duras, más o menos: “escribir toda la vida no salva de nada, enseña a escribir, eso es todo”. Eso es todo. Eso es mucho. No se puede huir en el futuro pero sí en el presente. Si hay otro mundo posible es en este, aquí y ahora. Una lección. Un ejemplo difícil.

El joven de Les rendez vous de Juillet necesita decirlo, hacer un discurso, los presos de Le trou ya no necesitan decirlo. Pero lo saben. El que va a traicionar también lo sabe. Lo siente. Nunca se ha sentido tan en su lugar como con los compañeros de celda, participando en la fuga. Sabe y traiciona. Se traiciona. Y al traicionar sabe todo lo que pierde. “Pobre Gaspard.”

Da igual una pequeña comedia como Rue de l’Estrapade, cine negro como Touchez pas au Grisbi, un retrato de la juventud como Les rendez-vous de Juillet, o una gran película de cárcel como Le trou, porque lo que importa no es la idea general, sino cada instante, la vida de cada instante de la película. Y ahí Becker no falla. Ahí su mirada permanece siempre atenta. Por eso es un maestro de la puesta en escena. De la verdadera puesta en escena, esa que no premian en Cannes, esa que mantiene en movimiento el presente de la película.

Basta ver una película aparentemente tan diferente de Le trou como Rue de l’Estrapade para darse cuenta de que lo importante se juega detalle a detalle. Basta ver, por ejemplo, cierta conversación por teléfono con indicaciones ocultas, cierta pelea amistosa, o un sorprendente cambio de tono, cuando un personaje se pone a hablar de sus padres. Todo nace de la película misma. No viene del exterior, no es firma, y sin embargo todo sorprende y emociona. La mirada emociona.

Y Rue de l’Estrapade es también la historia de una fuga, y de una vuelta a la celda inicial. Todos vuelven a su celda inicial, unos con alegría, otros con tristeza, o con lucidez, sin desfallecer.

No un maestro, un modelo. No hay nada que aprender de Becker. No se pueden seguir sus huellas. Pero se puede buscar lo que él ha buscado. Se debería de poder… Y sin embargo hace falta tanto valor, tanta honestidad, tanto talento también… La amistad del presente hay que merecerla.

Seguiremos. (Todavia no he hablado de los cepillos de dientes.)

martes, 11 de octubre de 2011

¿Para qué el martillo?




¿Para qué poner música en una película? La respuesta de Mike Leigh podría ser: para poder quitarla.

Pienso esto al terminar de ver All or nothing, donde la música baña toda la película. ¿Toda? No. Quince o veinte minutos que no son los minutos finales, pero casi, transcurren de pronto sin música.

No es que me diese cuenta al instante, y sin duda no me habría dado cuenta si en vez de en casa la hubiese visto en el cine. Porque son los quince minutos más fuertes de la película. Los quince minutos que la justifican, aquellos en los que se produce un vuelco en los personajes, un vuelco para bien, pasando por la palabra y el dolor.

Y son sin música. Me doy cuenta no en el momento mismo, un poco más tarde, porque antes me estaba molestando la omnipresencia de esa música que parecía repetir una y otra vez algo así como: “así es la vida”. Me daba por preguntarme si de entre las cosas que Leigh ha aprendido de Ozu no está también la única no recomendable. (¿No recomendable? Por favor, que alguien con oído o con criterio me hable de la música en Ozu.)

Pero entonces desaparece, y el tiempo de la película cambia. Porque ahora los personajes están en un momento que puede ser decisivo, uno de esos escasos momentos en los que una vida puede cambiar su curso, en que lo torcido por la costumbre puede enderezarse de golpe. Un momento que ninguna música puede ahogar.

La música desaparece y es como el chiste aquel del tipo que se pegaba en la cabeza con un martillo y alguien le pregunta ¿Pero eso no duele?- Mucho- ¿Y entonces por qué lo haces?- Porque no veas qué gusto cuando paro.

Quince minutos sin música. Quince minutos en los que el tiempo por fin se detiene, el curso incesante de la vida. De las dos películas de Mike Leigh que he visto en los últimos meses, primero Another Year y ahora All or nothing las dos parecen construidas apostándolo todo a su último tercio. . Inquietante obra consciente de adonde va y por qué caminos nos lleva. Porque lo innegable es el alto nivel de dominio de su arte, sea este el que sea, que hace falta para llegar aquí.

No recuerdo si en Another Year cesaba la música, quizás sí. La vi en pantalla grande y estaba demasiado atento a Lesley Manville para darme cuenta. Pero sí recuerdo la sensación de vago interés por todo lo que iba sucediendo hasta que de pronto y por sorpresa la película subía a otro nivel en sus últimos veinte minutos, y parecía no haber hecho hasta entonces nada más que preparar ese momento decisivo.

Aunque en Another Year el cambio de registro era menos brutal, la película era más regularmente interesante. En All or nothing el contraste es más marcado. De escenas breves alternando personajes pasamos de golpe a una larga escena entre dos personajes, uno de ellos que por fin dice lo que siente, y que por fin es escuchado La primera vez en toda la película que alguien es escuchado. Todo para poder llegar a esa ecuación. Sólo nos tenemos el uno al otro. Si no me quieres no tenemos nada. Todo o nada. Lágrimas.

(Si no tenemos amor, no tenemos nada, esas palabras aparecen como conciencia del presente y umbral entre una pareja de la que antes la mujer ha dicho que no estaban casados, porque él nunca se lo ha pedido. Y sin embargo esas palabras vienen de ese hombre, el padre de sus hijos, ell hombre con el que vive, que no la ha pedido en matrimonio, quizás para no tentar a la suerte o al destino, pero en cuya boca oímos el eco de esas palabras de San Pablo que tan a menudo se leen en la bodas: si no tengo amor no tengo nada.)

No recuerdo muy bien, pero ¿no era esto el famoso cine trascendental? Ni para bien ni para mal, ¿no era esto? Música de lo cotidiano. Así es la vida. Lágrimas al fin. El martillo que cesa. Ahora es la vida. Todo o nada. Mañana será un largo día.

viernes, 7 de octubre de 2011

pieles de animales vivos (contra)

Hola Fernando,

Me siento por fin a escribirte lo que he pensado de L'Apollonide. O mejor dicho de un plano de L'Apollonide. Uno solo. Pero un plano que para mí cristaliza todas mis dudas sobre la película, por no decir sobre casi todo el cine de autor francés contemporáneo. (Hay días así, en lo que mi duda alcanza dimensiones megalómanas.)

Ese plano que no aguanto está en la secuencia en la que las chicas van al campo, al borde del agua, todo tan renoiriano y al mismo tiempo, parece ser, históricamente exacto. (Esto, aunque no lo parezca, viene a cuento, puedes añadirlo a la paranoia posterior de los ingredientes, que podría llamarse también "la paranoia de los tambienes".)

Es aquel plano en el que una chica juega con un tatuaje que tiene en el muslo, una cara de monigote a la que hace dialogar, fumar y beber. Ese plano, supuestamente un pequeño momento de vida, una pequeña anotación, o digresión, o lo que sea, me parece, en realidad, insoportablemente teórico.

Me recuerda a otra película tristemente inteligente y teórica, Les bureaux de dieu, de Claire Simon. En aquella película los momentos de trabajo, de encuentro entre las consejeras y las mujeres, estaban entrecortados de momentos de vida, o de vidilla, en los que un personaje medio bailaba en un pasillo, otro aprendía una obra de teatro y no recuerdo qué más. Plano hechos para darle una faceta suplementaria a la película, "también" hay momentos de vida, las consejeras son algo más que su trabajo. Reflejo defensivo. La película "también" es esto. La película es inatacable, porque contiene todos los ingredientes para ser algo más que su discurso principal.

Maquillaje. La película no es eso. Las secuencias de vidilla son pegotes. Renoir de andar por casa, no algo orgánico, que hace cuerpo con la película, que es la película misma, sino bisutería que intenta hacerla pasar por otra cosa. O mejor dicho, que intenta que la película sea "todo". Pero no es "todo", es "de todo un poco". Digamos que en estas películas la "vida" suma, cada elemento suma, mientras que en una película construida desde dentro los elementos no suman, sino que multiplican. Multiplican y son múltiples. Un momento de vida en Renoir, en Ford, o en Hong Sangsoo, o en el primer Jia Zangke, por citar sólo unos pocos, es múltiple, no una señal añadida.

Creo que no me explico bien. Mi teoría paranoica de los días tristes es que el cine de autor francés se hace hoy en día en función de las entrevistas. De lo que uno va a decir en la entrevista. Las películas son notas de intención. O dicho de otra manera, se filma pensando en lo que van a pensar del director los críticos que la vean (los críticos que es medio público parisino, no sólo los que escriben).

Y para ello hace falta que una película tenga todos los ingredientes indispensables. Un poco de relato, un poco de teoría, un poco de política, un poco de vidilla (herencia Renoir/Pialat), un poco de carne, un poco de alteridad. No se construye la película desde dentro, sino desde fuera, añadiendo elementos, poniendo todo lo que se juzga indispensable, creando una bonita fachada bien completa para que el espectador reconozca la inteligencia y se sienta inteligente al reconocerla.

Esa es mi teoría paranoica. Que sin duda no se sostiene. Es cosa del mal humor. Ya habrás notado que estoy de mal humor.

Pero es que lo que nos gusta en el cine no es esto. No creo. Lo hermoso en el cine clásico es que la vida hacía cuerpo con el relato y con los personajes, no era un añadido posterior, no era un ingrediente suplementario, era la materia misma.

Y lo bello del cine de Rozier o de Biette, por citar dos de los modernos más vivos, cada uno a su manera, es que la vida es el cuerpo mismo de la película, no un elemento de calidad suplementario.

Pero es como si ahora que sabemos que el cine bueno tiene que tener vidilla (insisto, Pialat mal digerido) le añadiésemos a cada película los indispensables toques de vidilla para que quede claro que nuestra película tiene todos los rasgos de calidad necesarios. No hacemos cine. Jugamos a hacer cine. (Me incluyo, yo he pasado por la escuela, yo me hago preguntas equivocadas también, es difícil no hacérselas hoy en día.)

¿Para cuando una película inevitable, que crezca desde dentro, que recurra sólo a lo que necesita, que corra el riesgo de ser tremendamente reducida, de ser apenas una línea, un único trazo de pincel?

En Hong Sangsoo todo momento pertenece a la película, parece intuido, hace cuerpo con ella. En L'Apollonide la película no para de descomponerse, pero no porque ese sea su tema, sino porque parece construida con la inteligencia de quien teoriza al instante sus ideas, nada hace cuerpo, nada es inevitable. Quitas una secuencia y no pasa nada, añades diez y tampoco pasaría nada. No una película viva, sino una película sobre la que se pegan momentos de vida. Pieles de animales vivos.

Se me va esto de las manos. Me voy a ver Un été brulant, vuelvo, no voy a decir lo que pienso de la película, qué mas da lo que pensemos de las películas, pero es una película que no hace trampas, que no se disfraza con pieles de animales vivos y coleantes y atrapados.

Garrel, como antes otros cineastas, del que se ha extraído en los últimos tiempos un rasgo, una manera de dirigir a los actores, de instalarlos en el plano y de hacerlos hablar, que se ha convertido en rasgo de calidad. Como los momentos naturales de Pialat. Los cineastas reducidos a creadores de rasgos de calidad, lo vivo reducido a idea.

"Las ideas matan a la pintura." ¿Quién dijo eso? Las ideas matan a la pintura. Y a la poesía. Degas, pintor, pintor de verdad, le decía a Mallarmé que quería escribir poemas, que tenía muy buenas ideas para poemas, pero que no le salían, y Mallarmé le respondía que los poemas no se escribían con ideas, sino con palabras.

Y ya de perdidos al río, como sé que desvarío, no dejaré de asegurarte que L'Apollonide me interesa, me interesa mucho, y que eso me decepciona. No quiero ni preguntarme si una película me interesa. Y tampoco negaré que Bonello busca cosas, intenta cosas, pero ahora mismo dudo de que el cine se haga así, de que el cine consista en buscar y en mostrarse buscando, en la exhibición de esa búsqueda. Dudo. Lo dudo. Sigo dudando. Ay.

Hasta pronto.

Pablo García Canga

(Leido y aprobado por un Manuel.)