viernes, 25 de octubre de 2013

La paz del cielo, de C.F. Ramuz




Un cuento de Ramuz en el que a menudo pienso por esto o por aquello, y del que a menudo hablo, a cuento de Guiguet o de Grémillon o de Borzage, por ejemplo: 

Cuando supo que había muerto, no se asustó, a causa de la belleza de las cosas a su alrededor, porque estaba en una gran iglesia, como la de su pueblo, y adornada toda, con ramos en el altar como en el día del corpus : y se sintió al contrario feliz, se sintió ligero, ya no le pesaban los pies, tan cansado antes, y arrastrados por la vejez : atravesó la iglesia, se sentó en un banco ; y a todas las gentes que allí estaban le parecía reencontrarlas, y no verlas por primera vez, vestidas como en su tierra, y sólo su aire había cambiado ; -se sentó pues, y rezó ; luego, al levantar la cabeza, vio a Marie, Marie que también estaba allí. 


Cerca de él, en el banco de las mujeres, y que rezaba también, sujetando su rosario, haciendo deslizarse las cuentas entre sus finas manos, -él la reconoció enseguida por la belleza de su rostro, que sin duda le había sido devuelta, no siendo ya como la había visto en el día de su muerte, sino fresca de nuevo, con las mejillas redondas, su boca roja, sus grandes ojos. 

Escuchaba leer en el Libro, y el canto, con el órgano que sonaba suavemente, y parecía manar de las paredes, como si se hubiesen fundido en música. Miraba el Libro, miraba el Trono ; sentía calidez en el corazón. 

Miraba a Marie, escuchaba sonar el órgano, todo era tan suave que tenía como un sabor dulce en la boca ; y no sentía impaciencia por ella como la habría sentido en la tierra : dejaba hacerse las cosas y era todavía para él como una nueva dulzura : contemplaba a Dios cara a cara, con Jesús junto a él y junto a Jesús la Madre arrodillada. 

Cuando la misa hubo terminado, fue a Marie. Le habló naturalmente. Ella le dijo : « Saludos, amigo de mi corazón . » Pero ella no tocó su mano. Tomaron parte en la comida celeste. Había las mismas casas que abajo, donde están las verdaderas casas de los hombre. Entraron juntos en una pequeña casa, encontraron allí a la madre de Marie, que los recibió diciéndoles : 

- Sed felices y probad el pan fresco. 

Fueron felices, probaron el pan fresco. Y, pasando ante el espejo, él no se sorprendió de no verse ya con su figura arrugada, su áspera barba gris, y el ojo izquierdo que le faltaba, sino con dos ojos, bien afeitado como en una mañana de domingo, -porque su vejez había sido quitada de él. No se sorprendió, no más que del resto. Y Marie tampoco; de hecho no se buscaban con la mirada, estando juntos, lo cual les bastaba; no se callaban, como en el otro amor, - ni hablaban demasiado, como en el otro amor, donde no hay término medio; hablaban un poco, como todo el mundo; había una imagen roja, y debajo un jarrón y flores, con cortinas blancas en las pequeñas ventanas y sobre la mesa un tapete de ganchillo; él miraba la imagen, le decía a Marie:

- ¿Es una imagen tuya ?

Ella le respondía :

Se ve la oveja blanca, con el pastor cerca de la fuente ; y han encendido un fuego.

Entonces la vieja hizo café, que fue bebido, bebieron los tres a la mesa ; hecho esto Marie le preguntó :

- ¿Vienes a dar un paseo ?

Él dijo :

- Iré contigo.

Salieron juntos ; subieron el camino, yendo de a dos por el camino. No había nubes, todo estaba ordenado y suave ; ¡y ese pueblo era el suyo ! Sin embargo era muy diferente, por la limpieza de las calles, del pavimento, de las ventanas bien lavadas, de todos esos tejados bien reparados y con placas de tiza nuevas, que veía apretados y agrupados alrededor de la iglesia, donde de pronto las campanas sonaron, y palomas blancas volaron desde el campanario. Nunca el sol había sido tan claro ; sin embargo no hacía un calor como para sufrir. Y, yendo por los prados con Marie junto a él, los nombraba por su nombre ; sin embargo no eran ya los mismos ; y buscando el porqué, se dio cuenta de que todas las piedras habían sido retiradas, los lugares antes rocosos y con matorrales habían sido labrados, de tal manera que había por todas partes una tierra negra y fértil, donde la hierba crecía más alta y más dura, y nunca había visto trigo tan bonito, - mientras que en las acequias corría un agua pura, en la que brillaban y se movían pequeños redondeles de sol. Entonces las palomas giraron dos veces sobre él, y luego cayeron como nieve sobre los sauces al borde del estanque.

Cogía la mano de Marie, subía con ella, y bajo ellos la tierra estaba blanda y lisa como una alfombra, nada dura para los pies, sin piedras con las que tropezar ; los matorrales en flor olían a gavanza y a esa menta a la que le gusta el agua ; pasaron cerca del molino, entraron en el bosque, atravesaron el bosque, llegaron al claro, y el día lucía allí, aplicado por capas a las ramas de los pinos, mientras que los troncos estaban rojos, con manchas de sombra azul. Pasaron el claro, entraron en le bosque ; habiéndose arrodillado junto a una fuente, le dio de beber a Marie en el hueco de sus manos ; ella sonreía frente a él, y las pequeñas gotas que rodaban de sus labios brillaban en su barbilla ; él cogió una flor que enganchó en su blusa ; continuaban de frente, sin preocuparse por seguir los caminos, llegaron así hasta los pastos. Y, a cierta distancia, había como una colina puntiaguda desde la que se descubre toda la región, y el espacio bajo uno, con el pueblo y, más abajo, el gran vacío del valle ; fueron sobre la colina, se sentaron allí el uno junto al otro.

La tierra era extensa y reposaba en la luz ; había sobre ella paz , y lentamente se extendían los prados, que se hundían, hinchados por lugares, alzando al cielo un árbol redondo ; lentamente se alejaban hileras de campos de colores diferentes ; los glaciares puros brillaban en lo alto de las montañas ; y, una vez más, sentía que todo eso lo había visto siempre y siempre lo había tenido a su alrededor, pero al mismo tiempo todo había cambiado ; y buscaba la razón, sin llegar a encontrarla.

Todavía tenía cogida la mano de Marie y esa mano ella se la había entregado, de tal manera que jugaba con ella, deslizando sus dedos entre los pequeños dedos, fresca de coger esa mano ; se imaginaba que siempre sería así, sin que nada viniese a interrumpirles, porque ahora todo duraba y no se imaginaba ya fin para cosa ninguna. Sintió de pronto un gran vacío hacerse en él.

Primero ignoró el porqué. Luego, ¿era un recuerdo de la tierra, que apenas acababa de dejar ? Pero, vuelto hacia Marie, mirándola e interrogándola con la mirada, viéndola de nuevo sonreír, con su mirada clara mezclada con la suya e insistente, y su pequeña boca como una piedra mojada, la razón le vino bruscamente de su tristeza ; y, bajando la voz, atraiéndola a sí :

- ¿Ya no lloras, Marie ?

Ella no supo lo que quería decir. Retomó :

- ¿Recuerdas, Marie, los buenos viejos tiempos en los que llorabas ?

Ella de un gesto negó. 

- Cuando fuimos a la cruz de Girette, cuando sentías tanta pena, cuando te llevé, porque estabas sin fuerzas ; y yo te decía : « Marie ¡no llores más ! » Tú me decías : « Estoy obligada. » Y en la iglesia doblaban las campanas por un muerto.

Pero ella abrió los ojos, no entendiendo el sentido de sus palabras, de manera que él se calló. Y, volviendo a sí mismo, se la representó muerta ; volvió a verla, tumbada en la cama, las manos juntas sobre el pecho. Se había sentado junto a ella. Con los ojos secos, que había apretado entre sus dedos para hacer salir las lágrimas, pero nada salía ; con el corazón como un carbón ardiente y la garganta como la tierra árida ; y habría querido gritar, porque traían el ataúd, y en la caja estaba el vacío negro, apenas del tamaño del pequeño cuerpo, que habría querido arrancar de ahí, pero ya no era de él, ni de nadie sobre la tierra. - Vio todo eso y añoró todo eso.

Añoró las lágrimas, y el sufrir, como ya no podía y nunca más podría ; y, en esa paz para siempre, añoró el dolor de abajo ; y habría querido llorar, pero ya no podía llorar.

Entonces suspiró ; y una vez más fue a sus recuerdos, fue a la verdadera Marie, pero no fue más que un breve momento. Se habían levantado y bajaban. Porque ahora había venido la noche. El sol lentamente bajó en el horizonte ; de pronto el hilo que lo mantiene suspendido en el aire fue cortado ; cayó tras la montaña. Y fue la sombra, en la que entraron, mientras alrededor, en círculo, las grandes rocas brillaban como lámparas encendidas. Había un gran silencio en el camino. Bajo las ramas volvieron a pasar, con la noche trenzada en las hojas y el rocío en gotas redondas. Iban de nuevo uno junto al otro. Iban de nuevo uno junto al otro, de nuevo la miró. Y se preguntó : ¿Cómo podría ella comprender ? ¿No lo ha olvidado todo ? Yo, yo todavía no he olvidado todo, de manera que había como una amargura en él, - pero ya se iba, separada de la tierra, ganado él también por la paz del cielo, igual a Marie ahora ; y he aquí que, cuando se acercaban al pueblo, desde dentro de los matorrales donde habían pasado el calor del día las palomas echaron a volar y, en un giro y en un batir de alas, volvieron al campanario. Las siguieron hasta la iglesia. Al llegar allí, hombres y mujeres pasaron cantando, y les saludaron ; se mezclaron con ellos.  

miércoles, 16 de octubre de 2013

roja oscuridad














Es el verano del 2004, es de noche, estoy sentado en el suelo de la cocina, en casa de un amigo. Debemos de haber pasado el día montando una película. Y desde hace horas, desde que cayó la noche, hemos estado hablando. De pronto me doy cuenta de que estoy temblando. No tiemblo de frío, no, tiemblo de hablar, de la desnudez alcanzada de tanto hablar. Deseo que ese momento nunca se acabe. Y por supuesto se acaba. (Otras veces sucedió, otras veces sucederá, pero ese temblor es, claro, algo raro, algo escaso.)

En la cocina y de noche y a deshora, recuerdo ahora este momento al ver Jaurès, de Vincent Dieutre, al verles a él y a Eva Truffaut sentados en la casi oscuridad de un estudio de grabación, viendo y comentando imágenes que él tomó durante años, desde la ventana del piso de un amante o amado o enamorado llamado Simon, al que nunca vemos pero un poco oímos. Desde la ventana vemos, sobre todo, a unos jóvenes afganos que viven bajo un puente del Canal Saint-Martin. De ellos hablan también Truffaut y Dieutre.

(Y vemos también el metro elevado, y a un artista “en residencia” que cada noche cambia neones de colores, y las ramas de los árboles, en todas las estaciones, cargadas y desnudas, y en el viento, y todo, constantemente, se mueve.)

Pensaba en la cocina y en la deshora, y en el temblor, porque me preguntaba de donde venía el que la voz de Dieutre me sonase de pronto tan justa, preciosa o preciosista como casi siempre, pero justa, desnuda, como avanzando con cuidado, con amoroso cuidado, en busca de las palabras exactas que puedan contar Simon, sus años con Simon. Y de pronto pensé que la casi oscuridad del estudio era el lugar donde Dieutre podía hablar así. Pensé, también, que quizás toda película debería pasar así, por un momento de oscuridad y casi silencio, al ser pensada, para ver si tiembla o no.

Las voces de Truffaut y Dieutre vienen desde la oscuridad roja del estudio de grabación, tremendamente cercanas, claro, ahí enfrente tienen el micro, y él dice cosas sencillas y bellas y desordenadas, sobre una mano, por ejemplo, la mano de Simon que cada noche cuando se dormían se posaba sobre la cabeza de Vincent, y él sentía que si esa mano se apartaba él desaparecería. Sobre la admiración, también, y sobre el orgullo de caminar con él por la calle, y sobre las ambigüedades de Simon, su tremenda seguridad pero también su falta de control, su vida separada en campos que no podían cruzarse.

A Simon no lo vemos, no, y apenas oímos un poco su voz, y cómo toca el piano, hace sus escalas, pero las palabras de Dieutre nos lo van dibujando, o nos lo van cartografiando, sí, como si poco a poco se nos fuese dibujando las fronteras de ese amor, y sus ríos y montañas y ciudades, en aparente desorden, hasta tener el mapa completo, y ya sabemos que el mapa no es el país, no es el territorio, pero de alguna manera nos lo hace imaginar, fantasear, reconocer.

Desde la casi oscuridad nos hablan, sí, y sucede esa cosa extraña, una película donde, por así decir, nada es defecto, todo forma parte de la película, el preciosismo en la palabra de Dieutre se vuelve cuidado, la relación con lo que abajo, en los muelles, sucede, la vida de los jóvenes afganos, ni se fuerza ni se evita, como si evidentemente hubiese una relación entre ambas cosas, una relación por así decir real, una realidad espacial, aquella era la ventana, de un lado estaba el amor de Simon del otro lado estaban los jóvenes afganos.

Aunque en realidad de los dos lados estaban los jóvenes afganos, la vida de Simon, la vida que no vemos, es la de un militante que trabaja por ellos, para ellos, que vuelve a casa con las historias oídas durante el día, con los esfuerzos hechos quién sabe si en vano. De los dos lados estaba la realidad de los refugiados y en medio Dieutre y su cámara, viendo y admirando y redescubriendo y amando.

Y ahora, ya lejos, ya tarde, en la oscuridad del estudio, su voz, con cuidado, con desnudez, buscando las palabras.  

martes, 8 de octubre de 2013

nunca falla el alfiler



El polen vuela, sí, mucho polen, nunca vi tanto polen en un plano, y suena la música y es primavera, esta es una película sobre la primavera, la vuelta a la vida tras el invierno, todo eso, al fin y al cabo, ahora lo entiendo la cámara empieza descendiendo, de panorámica en panorámica, desde las cumbres nevadas hasta las laderas floridas, sí floridas, y eso le pasa también a la protagonista de la película, o a la que mediada la película resulta ser la protagonista,hasta mediada la película no sabíamos quien podía ser el personaje central, si es que lo había, quizás era la chica joven, quizás el chico americano, quizás incluso el hijo con acento alemán, pero no, cuando por fin se decantan las cosas resulta ser la historia de esa mujer que ya ha pasado, se supone, la edad de amar y sobre todo de ser amada, pero que no se resigna a ello, no, no entra en razón, y se enamora, sí, de un hombre más joven, del chico americano, ella europea y mayor, él americano y joven e ingenuamente enamorado de la vieja Europa, de su memoria, de su historia.

La película se titula Le mirage, el espejismo, y es europea, transcurre al borde del lago Leman, la dirigió un hombre que parece evidentemente culto, Jean-Claude Guiguet, culto y confiado, al menos un poco, en las virtudes de la cultura y del conocimiento. El conocimiento de la música, de la historia, de la literarura, y también el conocimiento de las flores, ya lo decía antes, vuela el polen y esto es inusual, creo, y también el oír tantos nombres de flores y de algas, y ahora que lo pienso también el no verlas nunca en primer plano, se habla de flores y no se ve nunca ninguna de cerca, siempre esa masa de vegetación, esa vitalidad desbordada de la primavera.

Y se ve también a un personaje, la mujer protagonista, la madre, decir que es feliz, decirlo y repetirlo. ¿Y sabéis qué? Es verdad. Se nota, se le ve en la cara, es feliz, casi hasta la locura, hasta algo que se parece a la locura, qué miedo puede dar de pronto la felicidad ajena, la felicidad más allá de toda razón. ¿No es esto raro? Decidme, porque ahora mismo no lo sé, ¿no es inusual que un personaje de una película manifieste así su felicidad, con tanta insistencia? Dadme más ejemplos, por favor, ¿donde? ¿cuando? ¿cómo?

Y ahora me pregunto si este tema, la felicidad, no se ve siempre, o no se ve mejor, así, cuando llega a destiempo, cuando ya no se espera, cuando ya parece que ha pasado el tiempo natural de ser feliz. La felicidad de pronto la deben decir los que se supone que ya están más cerca de la muerte que de la vida. La deben decir porque para ellos es milagro, es lo inesperado. Y nada se ve como lo inesperado. Se ve y hasta da miedo, de pronto se han quebrado las leyes de lo natural, de pronto la vida resurge cuando parecía que ya era para siempre el invierno, las cumbres nevadas, etc, y no, claro, vuelve la primavera, les vuelve la primavera a los que ya parecían enterrados en vida.

Y entonces recordé otra película de Guiguet, Les passagers, había allí, de pronto, en un cementerio, una mujer que le hablaba a una tumba (ay, las escenas de alguien hablando a una tumba siempre funcionan tan bien... salvo cuando no funcionan, claro, entonces son horribles, particularmente horribles). La mujer le hablaba a la tumba del que fue su marido, o su compañero, o su enamorado, no sabemos, no recuerdo ya si sabemos, lo que sí recuerdo es que ella le dice que cómo es que él se fue antes que ella, no era eso lo que habían previsto, y sobre todo ella habla del miedo que siempre ha tenido a ser enterrada viva, son cosas que suceden, y cómo él le decía que bastaba con clavarle un alfiler en la planta del pie al supuesto cadáver, para saber si de verdad estaba muerto o no, es un recurso que nunca falla, y ella se pregunta ahora, ahora que él se fue, quién querrá clavarle un alfiler en la planta del pie a ella, a ella que aún sigue aquí.

Recordaba esta escena al ver Le mirage y pensaba que eso le pasaba al personaje feliz, que la daban por muerta y de pronto algo, alguien, le había clavado un alfiler en la planta del pie y ella había despertado, y de pronto todo se le hace, claro, maravilloso, y también maravillosamente doloroso, la primavera, el polen, las flores, el propio cuerpo, todo está ahí, luminoso, y todo puede de nuevo perderse, aunque ella tenga la fuerza de negar ese riesgo, que es lo que parece locura en su afirmación de la felicidad, en su entrega a lo que en ese mismo momento siente y espera, aunque se sienta allí, y al final llegue y la atrape y nos atrape, el olor de la muerte, que le da su color especial a la felicidad, una muerte de la que ya ningún alfiler clavado en la planta del pie podrá salvarnos, y quizás no hay película sobre la felicidad, explícitamente sobre la felicidad, que no tenga esa sombra necesaria, y otro día hablaremos más en profundidad y recordaremos, si os parece bien, un cuento de Ramuz, La paz del cielo, o cómo la sombra hace visible la luz.