viernes, 29 de junio de 2012

Patrones de fábrica


Voy poco al cine y últimamente casi siempre es para ver películas de Warhol en la Filmoteca. No muchas. No las suficientes para escribir sobre él. O demasiadas. Se debería de escribir sobre un cineasta habiendo visto tan solo diez minutos de una de sus películas, o habiéndolas visto casi todas.

Escribir viendo diez minutos porque en ellos estaría, si no todo el cineasta, sí todo el cine. Escribiendo a partir de diez minutos uno nunca se equivoca. Sueña un cineasta y ese sueño es tan válido como el cineasta real.

Pero no es el caso. He visto más de diez minutos. Y menos de diez películas. He mordido la manzana pero sin más. Sé demasiado. No sé lo suficiente.

¿Qué deciros entonces? Ejercicio de nostalgia. Antes sabía más. Antes de ver demasiado. Puedo indicar lo que habría escrito al cabo de diez minutos de Warhol, matizado por lo que he visto después. El sueño matizado por la duda. Warhol en camino.

Decir más o menos que, quizás, quizás, quizás, cuando una película de Warhol es buena, en sus buenos momentos, lo es de manera radicalmente diferente a casi todos los otros cineastas. Es bueno cuando consigue volver a un momento perdido, a dos tiempos lejanos, aquellos en los que el cine, independientemente de los cineastas, era, en sí mismo, bueno.

Me refiero al principio, a Lumière. Y al otro principio, cuando llegó el sonido, la época del sonido velado, del sonido con grumos. En aquellos tiempos, más allá de los cineastas, es la máquina la que era mágica, la que pensaba, como más tarde imaginaría Bresson: "¡Qué cosa más extraordinaria, en verdad, que un hombre sea un hombre!" (Y un árbol un árbol, y todo lo demás.)

El trabajo de Warhol no es hacer una buena película, una película bien construida, que es lo que el cine, para nuestra felicidad sin duda, aprendió pronto. No, el trabajo no es ese, sino el conseguir crear, o recrear, las condiciones en las que el cine en sí, como máquina, era bello. Bello y tembloroso. Tan maravillado por la realidad que no necesitaba expresarlo, tan solo verlo, constatarlo, registrarlo.

(Escribo recrear y ya me equivoco, pues no hay sin duda voluntad referencial, simplemente el azar el hace llegar a ese punto mágico y primitivo, y la inteligencia o el instinto le mantienen en él durante unos pocos años.)

Siguiendo el hilo Lumière-Warhol, aparece otro punto en común. Filman a los amigos, a la familia. Y también: son patrones de una fábrica, o de una factoría.

Las palabras de Renoir sobre Lumière, hablando de los buenos/malos actores de Lumière, amigos y familia, diciendo que finalmente lo importante es Lumière teniendo la idea de juntarlos en plano y hacerles hacer algo, antes de que llegue, con el tiempo, el engaño del falso realismo, esas palabras extrañamente, forzándolas un poco (pero ya las he forzado) se podrían aplicar a las películas de Warhol.

(Atención, no estoy diciendo que Renoir diría lo mismo de Warhol, sino que yo podría citar aquí esas palabras, sustituyendo Lumière por Warhol, sin decir que son palabras de Renoir, y probablemente nadie sospecharía el truco.)

Carrera breve, claro, no podía durar la inocencia, ni aún ayudada por la perversidad. No podía durar Lumière ni aún respaldado por Sade. No importa, tenía otras cosas que hacer. Del otro lado del océano ya vimos otra tentativa de inocencia transformarse en otra cosa, una carrera lentamente, paso a paso, rehacer el camino del cine. Philippe Garrel se llama ese cineasta, a Warhol le tomó prestada a Nico y, en días difíciles, billetes de un dólar que Warhol firmaba y se podían revender por mucho más de un dólar.

Algo asi podría haber dicho, algo así imaginé. Había más cosas, pero como al despertar de un sueño, las olvidé.


Veo veo 2: berenjenal moral


Veo, decía, la tele. Y a veces me hago preguntas. Preguntas tontas. ¿Qué hace falta para que una película sea buena? O aún más tontamente: ¿Qué es una buena película? O mejor: ¿Qué espero de una película?

Pensaba esto a cuento de una película vista el otro día en la tele, vista hasta que la señal se estropeó y me quedé sin ver el final. Una película que no tenía la más mínima intención de ver y eso que, bien lo sabéis, el género me interesa. Jacuzzi al pasado se titulaba.

Me sonaba el argumento. Resumiendo: tres amigos de cuarenta años que ya apenas se ven. Vidas tristes. Vidas fracasadas. A distintos niveles. Uno de ellos hace una tentativa de suicidio. (O eso parece, la pillé empezada.) Los otros dos, por apoyarle, por los viejos tiempos, deciden llevárselo a pasar un fin de semana a la estación de esquí donde pasaron en su juventud sus días más locos y, creen recordar, más felices. Un paraíso donde todo el mundo liga. O donde todo el mundo ligaba, porque llegan y aquello está muerto. Aquello se cae a trozos y parece un asilo.

Aún así se quedan. Y entonces, en la habitación, un jacuzzi putrefacto milagrosamente se pone en marcha y los llama. Se bañan. Beben. Beben mucho. Una bebida energética rusa cae sobre el circuito electrónico que regula el jacuzzi. Algo pasa. Algo raro. A la mañana siguiente la estación de esquí parece haber resucitado y la gente viste y actúa de manera extrañamente familiar. Raro. Muy raro. Hasta que comprenden. La única explicación racional: el jacuzzi les ha devuelto al pasado. Están en los ochenta. Por eso la gente viste tan raro. El espejo añade: en los ochenta y en sus cuerpos jóvenes de entonces. Vuelta al fin de semana que, ahora lo van recordando, cambió sus vidas para mal. Todo podía haber ido a mejor. Todo fue a peor.

Hasta aquí, completado, lo que yo había oído de la película, lo que no tenía ganas de ver porque intuía que escena a escena no merecería la pena, que no sería más que una enésima variación perezosa de Regreso al futuro, Peggy Sue y tantas otras. Nostálgica por partida doble o triple. Nostálgica disfrazada de cínica.

Lo que sucede es que  ignoraba un detalle. Una invención de guión que desde entonces me tiene fascinado. Una gran situación dramática. Sí, la película inventa una situación dramática. Y esto, desde luego, no es frecuente.

Explico: uno de los tres amigos ha viajado con su hijo. Gordito, gafas, repelente, geek sin gracia, unos diecisiete años. Él también se ha metido en el jacuzzi. Él también ha amanecido en los ochenta. (Aunque él conserva, claro, su aspecto adolescente.)

Aquí viene, inevitablemente, el efecto mariposa: si el más mínimo detalle de su conducta en el pasado cambia, cambiará el futuro. Los tres adultos tienen la ocasión de repetir fracasos pasados, para que nada cambie, o de enmendar sus vidas.

¿Y el adolescente? Para el adolescente si las cosas no se repiten tal cual corre el riesgo de no llegar a existir. Su existencia depende del fracaso vital de los otros tres. 

Ahí la situación dramática. Invención vertiginosa, por lo que vi poco asumida. Y secuencia a secuencia perezosa.

El chaval va a hacer todo lo posible por obligar a los otros tres a repetir su fracaso. Es como si una fisura partiese por la mitad la ideal película ochenta de paradojas temporales, Regreso al futuro. En aquella Michael J. Fox ayudaba a su padre a conseguir a la chica de sus sueños, que resultaba ser su madre. Su existencia y la felicidad de su padre iban en el mismo sentido. Había un ideal común para todos y al que había que regresar. Ese ideal era la realidad. Era la vida tal y como había sido, finalmente, pensaban, para bien.

Aquí no, aquí sucede todo lo contrario. La motivación del chaval y la del padre bifurcan. Invención, ya lo he dicho, vertiginosa. Fruto del azar sin duda, de ese azar de la escritura que hace aparecer de pronto una idea que antes no existía y que desde el momento en que aparece se antoja inevitable. Y aunque alrededor la película parezca hecha sin ganas, aunque pobremente se caiga a cachos, mal remendada, la idea está ahí, luce en su interior, inquietante.

Me quedé sin ver el final. Se perdió la señal.  Me quedé con ganas de saber cómo, en una película de Hollywood, saldrían de semejante berenjenal.

La historia, claro, hubiese podido encontrar una forma más perfecta. Podría haber sido, imaginemos, un relato de Foster Wallace. Pero imagino que él lo habría tratado como un acertijo, un acertijo pop. Nos habría dejado solos ante el dilema. Y habría estado muy bien. Pero yo quería saber cómo un estudio de Hollywood salía del paso, aunque fuese de la manera mas decepcionante. (¿Que por qué no la busco y veo el final? Algún día, quiero saber la respuesta, pero también quiero quedarme un ratito sin ella, no transformar todavía el relato abierto que soñé en un final cerrado. Todavía un ratito de Foster Wallace, por favor.)

Por qué la idea es buena pero no parece ir a ninguna parte. Por la razón más tonta. El personaje del hijo es flojo. El personaje del hijo es, como mucho, molesto. Quizás si la película repentinamente hubiese adoptado su punto de vista… Y quizás si los adultos, al rejuvenecer, hubiesen recuperado, más allá del espejo, su aspecto joven, si constantemente hubiésemos visto que el chico y ellos son ahora lo mismo, quizás entonces se hubiese podido deslizar una incómoda solidaridad adolescente, al fin y al cabo el hijo y los otros aspiran a lo mismo, pasárselo bien, soñar con un futuro potable. Pero esto era imposible, exigencias comerciales, conservar a las estrellas adultas a lo largo de toda la película.

Tentación, claro de hacer un remake underground, un remake que, no necesitando ganar millones, siguiese la lógica implacable de la idea. Un remake que diese vértigo, que diese miedo.

En fin, que veo la tele y me hago preguntas tontas, por ejemplo qué esperar de una película, quizás con una idea baste, una situación dramática, una pregunta inquietante. La película quizás no sea memorable pero resumida y glosada por un Borges por venir podría resistir al paso del tiempo. Una gran idea, una idea inquietante, sobrevive a muchas cosas, hasta a una mala ejecución. Y quién sabe, la idea ya está ahí, podrán llegar otras puestas en práctica, podrá llegar la película a la altura de la alucinación.

miércoles, 27 de junio de 2012

Veo veo 1: renoiriana la Locke


Últimamente voy poco al cine. Ultimamente no sé qué hago con mi vida y además veo pocas películas. Quiero decir: no veo de verdad películas de verdad.

Pero veo la tele. Veo trozos de películas en la tele de la cocina. Nunca las veo enteras. Casi siempre las pillo empezadas y casi nunca justifican que me quede sentado allí, en la cocina, habiendo terminado de comer, para verlas hasta el final.

A veces son películas que ya había visto, y entonces la tele de la cocina es como una lupa que aumenta un fragmento, media hora, o un detalle, a veces un actor o una actriz, un tic de puesta en escena, una frase recurrente, un giro de guión...

Así, gracias a ese eficaz instrumento científico que es la tele de la cocina, me fijé en Sondra Locke.

Sondra Locke en Ruta suicida. Aquella película ya la había visto de niño y me había gustado mucho. O me había impresionado.

(Quizás la violencia, las balas que acribillan y derrumban una casa, que abren agujeros de luz, los moteros, los policías corruptos, el cuerpo de ella como campo de batalla y como arma...)

 Y ahí estaba de nuevo. Ahí estaba Sondra Locke con sus ojos grandes, su interpretación expresionista, completamente orientada a producir un efecto en los otros personajes.

¿Era una interpretación expresionista o una interpretación naturalista de un personaje expresionista, de un personaje que continuamente actúa para seguir con vida?

Me gustó mucho. Es más, me resultó una interpretación atractiva. Quiero decir: no era Sondra Locke la que era atractiva, y tampoco el personaje, sino el espacio entre las dos, el espacio de la interpretación, de la invención. Era atractiva porque actuaba a tumba abierta. Actuaba en el exceso de su personaje.

Me recordó a una actriz con la que trabajé. Uno de vosotros dos ya imaginará quién. Pensé que a lo mejor, inconscientemente, había reconocido el parentesco (artístico) entre esa actriz y Sondra Locke. Había reencontrado en ella una imagen de infancia. Porque según iba viendo la película, la parte que vi, me di cuenta de que no había olvidado a Sondra Locke en Ruta suicida. Y ya es extraño, yo todo lo olvido.

¿Era Sondra Locke para mí una imagen fundamental, una de las que, aunque aparentemente olvidadas, habían hecho que yo quisiese, a mi vez, hacer películas, hasta el punto de haber filmado, en otros tiempos y de otras maneras, a una actriz de su mismo registro, de su misma mirada?

Me he desviado mucho. Al principio no iba a tirar por la vía del psicoanálisis. Ni siquiera iba a hablar de Sondra Locke. La tele de la cocina ha resultado ser una lupa que explora regiones imprevistas. O quizás sea fuente de alucinaciones. Peligro tiene esa tele.

Quizás convenga poner aquí un punto y aparte, detener un instante la imagen en la actriz que hace de actriz, la actriz de la vida sobreviviendo gracias a una defensa agresiva.

Porque actuar no debería de ser tan sólo parecer natural. O real. Hay otro nivel. Aquel en el que se hace visible y reconocible una faceta esencial de la experiencia humana. No es un arte naturalista.

Aquí, en Sondra Locke, se hace visible nuestra condición de indefensos actores. Y si en algún momento actúa mal no es ella, es el personaje. Entrega total del actor.

¿Renoiriana la Locke?




lunes, 18 de junio de 2012

RETRATO DE MICHAEL CIMINO











billar                                                    amistad

patines                                                felicidad

ruleta rusa                                           guerra

malabares                                            amor entre tres

lavadora despedazada                         fracaso

baile                                                   juventud

nubes                                                  libertad

envoltorios de pizzas                         trabajo

papel pintado                                     poesía

puertas                                               cambio

montaña                                             lo sagrado

músicos                                              compañía

desnudo                                             verdad